El verano caluroso lo sofocaba, se mareó y luego se perdió.
Cuando despertó, no supo qué hacer. Al lugar no lo conocía o no lo recordaba.
Caminó y caminó, no sé por cuánto tiempo, perdido, caminando bajo el sol sofocante, el día no pasaba y el sol echaba su furia.

Cuando el sol bajó y la luna subió, él dió un suspiro, su cuerpito quemado y débil se recostaba lentamente en el suelo. Ahora lo que más desea es: agua.
La boca le pide a gritos agua. Se duerme.
Al día siguiente el sol castiga. Él sigue caminando, de pronto ve un charco de agua, va corriendo con sus últimas fuerzas, se agacha. Cuando está por beber, lo único que siente es arena. El sol no da tregua.
Al caer la noche no se detiene, él sigue. Así hasta completar trescientos cuatro días.
Cuando ya no puede resistir, se cae y deja al destino que termine con él.
Despierta. Siente gotas, gotas de lluvia.
Es feliz. ¡Por fin agua!
Paloma